Era un
día tan anodino como cualquier otro. No había ocurrido nada fuera de lo común en
toda la comarca; ni premios millonarios, ni homicidios creativos, ni siquiera
el nacimiento de una nueva camada de ratones. Un día nublado y aciago como
cualquier otro en una recóndita región del norte como cualquier otra. De ahí
que el acontecimiento tuviera un impacto aun mayor entre los lugareños.
Existen
registros de incidentes previos similares. Parecen desafiar a todas las leyes
de la física y la lógica, pero ocurren. Un huracán puede azotar una isla de Micronesia repleta de tarántulas, raptarlas y transportarlas en su vórtice para más tarde regar el centro de Sídney con ellas. Sí, lluvia de tarántulas.
Ocurren. En el caso que nos ocupa, fueron cangrejos; miles de cangrejos
inundaron la zona y se colaron en todas y cada una de las chimeneas humeantes
que calentaban las casas de cientos de ojipláticos aldeanos, cuyo fervor
católico alcanzó su cenit tras esa noche de tintes bíblicos.
A Elías el fontanero, el ataque de crustáceos le sorprendió mientras podaba su abedul favorito; a Dolores la enfermera, en el momento exacto en el que cocía vivas a unas langostas; a Valentín el exsoldado, cuando le tiraba el 'frisbee' a su caniche; a Matías el carnicero, al sentarse en su jardín a fantasear con otras vidas posibles. Todos ellos sucumbieron a los cangrejos.