Caminaba raro, como
si la bruma de la bahia quebrase su ritmo. Su voz y el reflejo de la luna en sus
ojos eran mi única guía; tal era la penumbra y tal mi devoción.
Solo podía pensar en
excentricidades que decir para hacerle reir, y en como sortear todos los
obstaculos que solían bordear sus labios.
El sonido del agua
acechando la orilla, el opaco vacio entre nosotros y las montañas del lado
opuesto, el silencio. El hecho de que ella formara parte de semejante
composición acercaba la escena, aún más si cabe, a cualquiera de esos escasos
sueños de los que desearías no despertar jamás.
Pero de repente
desapareció. Giré la cabeza trás unos segundos de absorta contemplación y ella
desapareció. La noche o las aguas se la llevaron. Grité al cielo y grité al
mar. Nada. Corrí a través de las sombras y me estremecí ante la idea de
perderla. Pasaron los minutos, corrieron las lágrimas y se rasgó mi garganta.
Los minutos tornaron horas, las lágrimas nubes negras y las notas de mi voz susurros compungidos.
Se tumbó sobre la arena y asistió al desfile de agua condensada que bañaba el rojizo cielo.
Oyó su voz, vio sus ojos, lejos, muy lejos de allí.
La sangre de sus manos empezaba a secarse.
Oyó su voz, vio sus ojos, lejos, muy lejos de allí.
La sangre de sus manos empezaba a secarse.
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