Llegamos a las rocas, surrealista creación de un Dalí silvestre de la prehistoria. Caminar sobre ellas era tan inseguro como adictivo, dada la incertidumbre de sus balanceos. Puro granito inestable.
Ella se quedó yaciendo en la gran roca, formando una sola entidad junto a esta, una fusión de belleza cegadora; por mi parte, me sumergí en el calmo elemento junto al cancerbero de los siete mares. El fondo marino se me antojó otro planeta, de una inmensidad y extrañeza abrumadoras. Las rocas del exterior se extiendían hacia las profundidades, y en mi cabeza se sucedían escenas del intimidante mundo de Alien.
Incitada tal vez por estas elucubraciones, una enorme morena surgió de una grieta tenebrosa. Me quedé estupefacto. Era tan negra como los confines de cualquier galaxia, con ojos viciosos y dientes poco sociables. No obstante, mi terror no la sugestionó lo más mínimo, y tuvo a bien no devorar ninguna de mis enclenques extremidades. De hecho, se mostró de los más amigable: era como si se acabara de comer a un risueño delfín y el espíritu de este la hubiera poseído.
Salimos juntos del agua, como viejos amigos, y, pese al desmayo de mi compañera de aventuras, la fiesta solo había comenzado. Abrimos unas cervezas y nos tumbamos sobre el granito, riéndonos del cielo, el sol y todo lo demás. Algunos pensarán que solo un potente alucinógeno podría inducir a tamaño delirio, pero lo cierto es que no podía haber estado más sobrio que en aquel momento. Podría argüir que, sencillamente, algunas morenas son más dadas a la confraternización que otras.
La perra seguía pataleando en el agua, con el holocausto en la mirada, al límite de sus fuerzas. Esperaba a que la monstruosa criatura de las profundidades regresara a su hábitat. Prejuicios animales, incomprensibles, sin lugar a dudas. La fiesta siguió y siguió, aunque eso ya es otra historia...
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