Hacía tiempo que el aire pesaba más de lo normal. Pocos espacios podían aligerarlo. Ciertos árboles lo conseguían, gracias, sobre todo, a la desinteresada magnanimidad de sus extremidades. Lo mismo ocurría con ríos y mares: una vez dentro, la gravedad del aire no tenía nada que hacer. La lógica de la física. La misma que a su vez se contradice permitiendo la casi solidez del etéreo elemento.
Aun así, van apareciendo refugios en los que mi patología se hace mucho más tolerable. Uno de ellos es una fortaleza situada a poca distancia de una extensa huerta urbana. Acudo allí con fines varios, siendo el principal tratar las consecuencias físicas que ha acarreado el huracán. En dicha huerta es donde he practicado el arte de caminar sin caer, donde, tras los ataques, el equilibrio más básico ha vuelto a tomar el mando.
A su vez, la estancia en este hábitat me devuelve la capacidad de respirar con sosiego y recuperar la liviandad. Lo que indica que, pese a ser preso de la oscuridad, siempre queda un resquicio por el que puede pasar la luz y permitir el regreso al mundo de los vivos.
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