Saturday 21 April 2018

Una piscina

El agua verdosa e impasible a los embates de los vientos primaverales es lo primero que llama la atención. En su interior se encuentran incontables familias de anfibios, cadáveres de diversos insectos voladores y terrestres, hojas que se rindieron estaciones atrás y montículos de tierra acaparando todo el fondo acuático. Su forma cuadrangular no dista de la de otros artilugios de su especie, y la parafernalia que la circunda tampoco tiene nada de atípico; su diseño, en cambio, sí que es digno de mención. El plástico que la conforma es gris, probablemente el color más alejado de los aspectos de la vida a los que se suelen asociar las piscinas (veranos luminosos, diversión compartida, etc.); las paredes que albergan el agua son inusualmente altas para el género de piscinas al que pertenece; las barras de metal que sostienen todo el conjunto, abundantes en número y de un grosor que ayuda a transmitir una inesperada sensación de estabilidad.
En la base de la piscina se aprecian varias capas de plástico, en esta ocasión tintadas de azul, como dicta la tradición del ámbito que nos ocupa. La que está pegada al receptáculo es impermeable y no parece tener más función que la de evitar que inquietos vegetales se cuelen por sus recovecos; la que se encuentra debajo de esta, hace las veces de alfombra para acolchar los numerosos pies de bañistas que hacen uso de la instalación.
La zona periférica se encuentra equipada con todo el material indispensable para lograr un mantenimiento eficiente del agua que da sentido a la construcción: una red para capturar toda índole de seres vivos (animados e inanimados), un filtro para purificar el agua, una ducha para hacer lo propio con humanos, una escalera resquebrajada por la tiranía del tiempo y una escoba sin función aparente.






Wednesday 4 April 2018

Frank


Todo empezó en un hostal, concretamente en el hostal en el llevaba meses viviendo. Allí, entre aprendices de delincuente de diversos grados y procedencias, conocí a Timothy, un irlandés algo menos intimidante que los demás. Pasamos un buen rato charlando en mi bar-refugio habitual, una cálida cueva situada a dos manzanas del hostal. La conversación viró hacia el arte; mi desesperanzada búsqueda de trabajo en ese ámbito se hizo manifiesta al poco rato.
—Si lo que buscas es meter el pie en la puerta, creo que son la gente que necesitas —dijo Timothy.
—¿Tienes su teléfono?
—No tengo su teléfono, pero sé donde está la galería de arte en la que trabajan en este momento. Es en el Pasaje de los Alfiles.
—Iré mañana mismo. Muchas gracias...
—No tardes. La ocasión la pintan calva, ya sabes.

Volvimos al hostal y subí a mi cuarto, esta noche compartido con varios miembros de un equipo de fútbol escocés. Se avecinada pues una dura madrugada de vigilia. Aunque la emoción que albergaba tras volver del bar tampoco creo que me hubiera permitido dormir. Timothy, mi nuevo ángel de la guarda, había vuelto a poner mi sangre en circulación.
A primera hora de la mañana estaba en la galería; cuatro horas más tarde, me encontraba trabajando allí. El lugar exacto, en el momento oportuno. Mi magullada suerte estaba destinada a cambiar.
Mis jefes, una pareja de alemanes de unos 60 años, eran la extraña pareja elevada al cubo; ella, una diminuta mujer, vibrante y efusiva, que parecía temer al silencio; él, un semigigante de cabeza afeitada, semejante a un monje tibetano en meditación perenne.
Mi labor allí consistía en informar a los visitantes sobre los cuadros expuestos, todos obra de Frank, un pintor procedente de una aldea de Jamaica.
El mayor aliciente, sin duda, es que el propio Frank estaba en la galería trabajando en un mural. Le asistía con sus diferentes necesidades pictóricas y escuchaba las historias de su aldea, donde ejercía de alcalde, y de su tribu, los Maroons. Todavía recuerdo como todos aquellos relatos me embriagaban con su misticismo selvático. Todavía recuerdo a Frank, aquel fugaz y memorable amigo que me enseñó tanto de otras formas de vida, formas en las que solo hay espacio para lo esencial, lo cual abastece al ser humano con todo lo que este necesita, incluida la pasión por vivir. Un hombre que otorgaba tranquilidad con su voz y sus formas a todo aquel que se le acercaba. Un hombre entrañable.
Frank acabó su mural y yo mi trabajo en la galería. Tiempo después, mis antiguos jefes, que tenían la costumbre de apadrinar a jóvenes errantes, me ofrecieron otra oportunidad. Se trataba de viajar a Jamaica, convivir con los Maroons y realizar un reportaje fotográfico sobre ellos. Frank aprobó la idea, yo no acababa de creerla. Solo pedí que me dieran un poco de tiempo antes de partir; asuntos pendientes, les dije.
Al poco, nunca sabré si por el pequeño plazo que solicité o por, como descubrí más adelante, la faceta de vendehúmos que ostentaban mis supuestos padrinos, la oportunidad se desvaneció entre las densas brumas de la capital inglesa. Efectívamente, Timothy, 'la ocasión la pintan calva'.