Tuesday 6 November 2018

Regreso onírico a Brixton

Llevaba ya la friolera de cinco meses alojada en el hostal. No sabía cómo había aguantado tanto tiempo viviendo en esas condiciones, aunque la verdad es que se habituó sorprendentemente rápido a ellas. Compartir habitación con una decena de desconocidos le parecía una hazaña difícil de perpetuar. Para atenuar el lance, dotó a su nuevo entorno de elementos que lo hicieran más familiar; se creó un pequeño fortín en su litera a base de camisas colgadas con perchas de los laterales, pegó una foto de Neil Young en la pared y se adjudicó una mesilla donde colocó su pequeña biblioteca, conformada por un libro de recetas mediterráneas y dos revistas de música.

Sus compañeros de habitáculo variaban según el día. Había momentos en los que se congregaban grupos con los que era arduo empatizar. Se caracterizaban por su afán de hacerse oír y por una necedad sin límites. ‘A palabras necias, oídos sordos’, se repetía en tales situaciones Leonor. A pesar de ello, tuvo la suerte de coincidir durante unos meses con tres viajeros que se encontraban en circunstancias similares a las suyas: Travis, Martin y Mado. El primero era un veinteañero australiano de aspecto huraño que, como tantos otros australianos, pasaba un año en el Reino Unido para viajar por Europa y adquirir una nueva perspectiva del mundo y de sí mismo. Pese a la impresión inicial que transmitía su apariencia, resultó ser alguien afable y con una apertura de miras inusitada para alguien de su edad. Martin y Mado formaban una entrañable pareja francesa que desde el primer momento acogieron a Leonor como alguien de su familia. Todos ellos tenían algo en común que hizo que su vínculo se afianzara: una devoción por la música que les consumía. También compartían una actitud que en Escocia no parecía ser muy popular: todos tenían la costumbre de llamar a las cosas por su nombre, sin rodeos, eufemismos ni retóricas vacuas. ‘Al pan, pan y al vino, vino’, como solía decir la abuela de Leonor.


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