Thursday 29 November 2018

Manías

Hoy me he acordado de Dorian y de los trastornos que me describió aquella tarde de septiembre. Me han vuelto a entrar escalofríos. La historia de cómo, para evitar que a sus padres les ocurriera alguna desgracia, tenía que comprobar la caldera del gas cada 10 minutos; o de cuando estuvo meses sin salir de casa por sentir un pánico atávico al exterior y a sus extrañas fuerzas opresoras. He rememorado esto al cuestionarme si mis propias compulsiones y obsesiones  pueden  llegar a conformar un trastorno también.
De pequeño, tal vez por la hiperactividad y nerviosismo inherentes a la infancia, adquirí la temprana manía de morderme las uñas hasta rozar el canibalismo. Tal fue el grado, que mis padres decidieron rociarme los dedos a diario con un producto que aparentemente acababa con los instintos de automutilación; para su desesperación, pronto me aficioné al sabor de dicho producto y continué devorándome con tesón.
No recuerdo bien si fue a raíz de algún castigo de severidad catártica, o si simplemente mi paladar se fue sofisticando con la edad, pero al entrar en la pubertad dejé de lado esta primitiva costumbre y adquirí otras muchas más propias de ese estadio vital. Sobre todo, mirarme al espejo. En aquellos años, el espejo fue mi principal compañía, y el reflejo que este me devolvía una perenne incógnita que no dejaba de suscitarme curiosidad. Analicé cada rasgo de mi rostro cual científico obsesivo, llegando a reconocer hasta el más ínfimo vello facial, traumatizándome por cada irregularidad que veía o creía ver.
Hoy, tras lavarme las manos por onceava ocasión en menos de media hora, he tomado la decisión de hacer inventario de manías. He observado con creciente inquietud que con la edad, estas no solo no menguan en número, sino que se multiplican. Lo veo también en algunos amigos, a quienes una prematura decadencia física ha convertido en obsesivos de los peinados y las indumentarias, con los que tratan de ocultar sus carencias y asimetrías. Los resultados, de una comicidad involuntaria, no parecen desalentarles.
Aparte de la asepsia enfermiza, hasta el momento he reconocido y apuntado las siguientes manías-trastornos: necesidad imperiosa de que los lápices, libros y libretas de mi escritorio estén colocados de forma lineal; apuntar en toda clase de papeluchos los nombres de discos, películas y libros que necesito tener (papeluchos que generalmente no volveré a revisar jamás); mirar el móvil o el correo compulsivamente cuando espero alguna respuesta que considere importante; comprobar los órganos vitales de mi coche cada varios días, intuyo que debido a un consumo desproporcionado de películas de catástrofes; y, sobrepasado ya el umbral de la sobriedad, comer y beber hasta la flagelación gastrointestinal.
Acabada esta enumeración, vuelvo a la cuestión inicial: ¿estaré trastornado? Sin lugar a dudas. A pesar de ello, se me puede considerar un trastornado relativamente funcional y, me atrevería a decir, que hasta feliz.











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