Wednesday 14 February 2018

Droga involuntaria

El color del cielo oscilaba bruscamente entre el azul y el negro. El sonido de las voces de las personas que conducían el coche se alejaba cada vez más. Mis piernas eran invitadas de lujo en un jacuzzi imaginario, mi mente abrió de sopetón la buhardilla de la paranoia y el miedo. No encontraba razones para mis delirios.
Era una tarde de verano tranquila y cotidiana, en la que la única preocupación era coger el avión que me había de llevar de vuelta a mi país de acogida. Esa presumible tranquilidad se tornó manía persecutoria y fantasías esquizoides una vez puse pie en el aeropuerto, donde cualquier individuo con uniforme me generaba sudores fríos. El motivo de esto era sencillo: ya había sido informado por esas personas que hablaban a lo lejos en el coche (mi familia), que las galletas que había ingerido con el té estaban rellenas de cantidades ingentes de marihuana. El equivalente a 6 o 7 cigarros por galleta. Una información que tal vez hubiera preferido ignorar hasta llegar a mi en ese momento utópico destino.
Sintiendo que iba a ser detenido en cualquier momento por intoxicación masiva de estupefacientes, posible tráfico e incluso algún homicidio, traté de no cruzar miradas con prácticamente ningún otro ser humano hasta alcanzar la quimera en la que se había convertido llegar al avión.
Una vez dentro, sumado a mi terror cerval a volar,  mi alucinado cerebro se entretuvo también con escenas de lo más imaginativas. Convertía amenas charlas entre pasajeros y azafatas en tensas confrontaciones de terroristas con sus rehenes; el más mínimo vaivén del alargado cilindro en inevitable fallo mecánico e inminente choque contra el asfalto.
Milagrosamente para mí, aterricé sin percance alguno, traspasé los férreos controles de seguridad con mi aspecto de enajenado y volví a respirar el gélido aire de Inglaterra como si de una ambrosía eólica de los dioses se tratara. En ese momento, me sentí un gran héroe tras su más grande hazaña.

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